Estoy listo para empezar un nuevo día laboral. El pequeño Pepito que protagonizó mi anterior artículo ha crecido, cosas de la vida. La oficina sustituyó el cole y el café al Nesquik pero una cierta rutina permanece. Somos animales de costumbres, y el ritual mañanero es una de ellas. Hoy desperté con el estado de ánimo típico de los lunes, nada que un buen desayuno no pueda arreglar. Después de la parada en el cuarto de baño, me visto, me pongo los zapatos, echo un último vistazo al espejo y cojo las llaves en el mueble de la entrada, sin olvidar el indispensable móvil con el que mantengo una relación de amor-odio. Cierro la puerta de mi vivienda y pulso mecánicamente el botón plateado que inmediatamente se tinta de rojo. Los segundos van pasando mientras mi impaciencia va creciendo, me temo que tengo algún vecino que padece del “Síndrome del Chalé”, convencido de que vive sólo y nadie más que él utiliza el ascensor.
Por fin se abren las puertas, sorpresa, me encuentro de pronto con mi vecino Juan que lleva su hijo de tres años en brazos listo para la guardería. Nos saludamos y entro en la cabina. Al verme, el niño se da la vuelta mientras estruja aún más a su padre. Con Juan había compartido algún intercambio trivial en una de mis salidas por el barrio en fin de semana. Lo cierto es que prácticamente no nos conocemos a pesar de vivir a pocos metros el uno del otro. Al ver lo que ha crecido su hijo, realizo el tiempo que ha transcurrido desde nuestro último encuentro. A este ritmo, la próxima vez que lo vea, Juan lo estará llevando al cole.
- Buenos días. ¿Qué tal? Dije intentando ocultar mi sorpresa bajo una sonrisa cordial, mientras me agachaba ligeramente para saludar al pequeño con un suave «hola» dirigido a él.
- Bien, bien, listos para ir a trabajar y llevar a Hugo a la guardería. Oye, me parece haberte visto el otro día por el barrio de la Malagueta.
- Sí, trabajo allí. ¿Tú también?
- Así es, trabajo desde hace varios años en una empresa municipal.
- ¡Qué coincidencia! Deberías haberme saludado, la verdad es que no me di cuenta.
- Descuida, la próxima vez lo haré.
De pronto, y de manera inoportuna, el zumbido del ascensor se interrumpió acompañado de un ligero sobresalto, haciéndonos entender que este destello de conversación había llegado a su fin. Las puertas se abrieron y nos dirigimos hacía la puerta del sótano que dió paso a una bofetada de aire confinado con perfume a carburante quemado.
- A ver si la próxima vez que nos veamos por la Malagueta tomamos un café y charlamos con más calma, sugerí, esperando no sonar demasiado comprometido.
- Juan sonrió ¡Ojalá! Venga, que tengas un buen día.
- Igualmente, nos vemos.
Con paso rápido nos separamos para dirigirnos cada uno a nuestro vehículo. Mientras me acomodo en el asiento, abrocho el cinturón y arranco, me sorprendo reflexionando sobre lo fácil que es perder el contacto con las personas, incluso cuando viven tan cerca. Y el imprescindible lugar de socialización en el que se han convertido la mayoría de los ascensores. Debo reconocer que aquel artilugio inventado por Elisha Graves Otis en 1852 (padre del ascensor moderno), no solo sirve para llevarnos sin esfuerzo de una planta a otra, sino que también es la única zona común que te obliga a interactuar con los vecinos, más que cualquier rincón gourmet, gimnasio o sala para cumpleaños.
THYSSEN, ORONA, OTIS, SCHINDLER y otros tantos, forman el contrapunto analógico a todas aquellas RRSS tecnológicas como Facebook, Instagram, X o TikTok que llevamos en el móvil. Sin ser plenamente consciente de ello, tienes en tu rellano una autentica app mecánica que te obliga a dialogar con tu vecindario, con la particularidad de que nunca sabes con quién te vas a encontrar cuando se abran sus puertas: la pareja del 5ºB, los estudiantes del 7ºA, los nuevos del 4ºA o un desconocido. Es un ejercicio de improvisación que pone a prueba nuestras “habilidades” sociales y que se puede complicar si, mientras esperas, sale de su vivienda tu vecino de planta. Una vez dentro de la caja, cada uno de nosotros se comporta de una manera distinta dejando entrever su personalidad.
Un estudio estadounidense de 2001 se aventuró a dibujar el perfil de los comportamientos más característicos que nos podemos encontrara viajando de un nivel a otro.
El importuno.
O bocazas indiscreto. Este tipo de persona se siente con el derecho de hablarle a todo el mundo, incansablemente, hasta que el ascensor esté vacío, y generalmente sin decir nada interesante, o solo hablar de sí mismo. El viaje se hace interminable.
El arisco.
Hace todo lo posible por evitar cualquier forma de contacto, físico o verbal. Si el ascensor está ocupado, dudará en entrar y preferirá las escaleras. Y si alguien intenta hablarle, se mantendrá en silencio mirando fijamente hacia adelante.
El inquietante.
Nadie querría encontrarse solo en un ascensor con una persona de este tipo. Se parece a los tipos siniestros de las series B: ninguna emoción se refleja en su rostro, observa a todos los que entran y no dice una palabra.
El vanidoso.
No hace nada por ocultar su total falta de modestia. Incluso acompañado, se mira y se admira en el espejo, o en su defecto, observa su reflejo en las superficies metálicas de las paredes. Se ajusta el nudo de la corbata, se arregla el cabello y, a menudo, se sonríe a sí mismo con aire satisfecho.
El “Banksy” del edificio.
No sabes quien es pero sospechas de todos tus vecinos. Es un artista que actúa en el anonimato. Cuando viaja solo aprovecha para dejar una marca de su paso, con la ayuda de un rotulador o un objeto punzante.
El meteorólogo.
No falla, su única conversación gira entorno a las condiciones climatológicas del momento.
El ascensor es una instalación que se ha democratizado con el tiempo hasta convertirse en indispensable para cualquier edificio. Hoy en día no concebimos un residencial sin su presencia. Es parte de nuestros recorridos diarios. Permite acceder cómodamente a tu vivienda, sea cual sea su planta o tu edad. España es uno de los países con mayor número de ascensores por habitante, más de 21 por cada 1.000. Tenemos un millón de elevadores que realizan de media 100.000 viajes al año cada uno. Teniendo en cuenta una ocupación media de 1,5 personas, se puede estimar que en estas cajas viajan al día más de 400 millones pasajeros en 274 millones de viajes. Sin duda es uno de los medios de transporte que más utilizamos a diario a pesar de ser uno de los más lentos y con recorridos más cortos.
Soy de los que piensa que el estado de una cabina de ascensor dice mucho de la comunidad de propietarios que lo utiliza y del envejecimiento del edificio. Es el ultimo vehículo que traslada a los visitantes hasta la puerta de tu casa. Una prolongación del portal, donde nos quedamos encerrados el tiempo suficiente para experimentar y valorar la iluminación, los acabados, los reflejos, los colores y el suave zumbido de las puertas al abrirse.
Por cierto, ya que has entrado: ¿Subes o bajas?
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Arquitecto coordinador de ejecución en el Estudio Ángel Asenjo y Asociados de Málaga
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