
Cada uno de nosotros escribe, como mínimo, un libro durante su vida. Dependiendo de la edad que tengas, el tuyo cuenta en este preciso instante con más o menos capítulos, en los que siempre eres protagonista. Desde el principio lo estás escribiendo con mucha pasión, casi sin darte cuenta, aunque hay páginas que te gustaría borrar. Pero qué le vamos a hacer, lo hecho, hecho está. Te estoy hablando, por supuesto, del libro de tu vida. Un relato que llevas años escribiendo, narrando logros y fracasos, alegrías y tristezas, frases dichas demasiado deprisa y sin pensar o aquellas que nunca te atreviste a pronunciar. Y, por suerte, aún quedan muchas páginas en blanco para todo lo que está por venir.
Mi libro cuenta ya con más capítulos escritos que de los que quedan por vivir. Afortunadamente con el tiempo, he aprendido a disfrutar de cada buen momento que la vida me regala, por muy pequeño que parezca. Es parte de la supuesta sabiduría que te concede la edad. Pero no todo son alegrías: hay circunstancias que, aunque sea por un instante, te hacen dudar de decisiones tomadas en el pasado. Una de las más importantes fue la de matricularme en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Ginebra.
Hay días en los que, saturado por las instancias, la redundancia de ciertas normativas, las reuniones interminables, informes a destiempo, las incidencias en obra y mis queridas hojas de Excel, llego a poner en duda aquella elección. Sospecho que más de un compañero arquitecto se reconocerá en esta confesión de amor-odio digna de ser analizada por algún psicólogo.
– ¿José, estás seguro? Me preguntaba entonces mi padre cuando se lo anuncié.
– Sí, claro papá, no te preocupes. Le respondía, sin saber si lo decía más para tranquilizarlo a él o para convencerme a mí mismo.
Tenía dudas, muchas dudas, pero sabía que debía dar un paso adelante. Acababa de terminar un bachillerato de ciencias y sentía la necesidad de algo distinto, una formación más creativa que, al mismo tiempo, mantuviera cierta conexión con las matemáticas y la física que había estudiado hasta entonces. ¿Por qué elegí arquitectura? No lo sé con certeza. Supongo que no se debió a una única razón, sino que una especie de confluencia fortuita del destino me llevó hasta las puertas de la Escuela de Arquitectura.
Hijo de emigrantes españoles que llegaron a Suiza en los años 60, no tenía referentes familiares en la profesión ni antecedentes universitarios en los que fijarme. Un improbable encuentro entre una perchelera y un coruñés a orillas del lago Lemán, a 2.000 kilómetros de sus tierras, hizo que yo naciera años después. Mis padres, trabajadores incansables, se esforzaron por integrarse en un país que acabó siendo su hogar. Para ellos, lo importante era traer dinero a casa y asegurar un futuro para sus hijos. Nada ni nadie me vinculaba con la arquitectura, aunque quizás el origen de todo esté en una suma de pequeñas anécdotas y vivencias que, inconscientemente, fueron sembrando en mí una curiosidad por el espacio, las formas y el diseño.
Recuerdo los interminables trayectos en coche que hacíamos alternativamente cada verano hasta Málaga o La Coruña, cuando viajar en avión era un lujo inalcanzable para una familia. Cruzábamos la península ibérica mientras yo observaba el paisaje desde la ventanilla. Pueblos, ciudades, restaurantes de carretera o áreas de descanso en las que parábamos para compartir unos bocatas, preparados cuidadosamente por mi madre. Al niño que yo era en aquel entonces no le gustaba lo que veía. Todo me parecía feo e inhóspito comparado con el paisaje urbano de Ginebra.
Sigue grabada en mi memoria la visita que hicimos a un primo de mi padre que acababa de comprarse un piso: me quedé de piedra cuando, al llegar al barrio, descubrí que las calles no estaban urbanizadas. Aquello era un conjunto de edificios nuevos con caminos de tierra, algo inconcebible para mí, pero que no parecía preocupar al primo. Creo que fue en ese momento en el que tomé conciencia de las diferencias que existían (y siguen existiendo) entre mis dos países. Y comencé a entender la importancia del urbanismo y la arquitectura en nuestra vida diaria. Algo que aquel niño de 10 años nunca se había parado a pensar. Tal vez allí germinó la semilla de la decisión que tomé años después.
Pero hay más. Mi abuelo, cerrajero infatigable en uno de los talleres más importantes de la ciudad, dedicaba sus descansos diarios a crear esculturas con los sobrantes de acero, haciendo solo uso de su imaginación y habilidad manual. Tenía un talento innato que llenaba parte de su vivienda y que hoy en día algunas muestras de su creatividad han encontrado refugio en el salón de mi casa.
Pasaba horas observando sus obras e intentando emular su destreza con el dibujo, su otra pasión. Sin duda, parte de mi infancia estuvo rodeada de formas y líneas imaginadas por mi abuelo que, sin ser consciente, me enseñaron un lenguaje que más tarde reconocería como propio.
Mi primer año de arquitectura es el que más recuerdo. Fue un punto de inflexión.
Llegué lleno de dudas, ignorante de lo que me esperaba, pero tuve la suerte de encontrar profesores que supieron transmitirme su pasión por la profesión.
En Historia de la Arquitectura quedé impresionado por las proporciones y el óculo de luz del Panteón con su cúpula de hormigón sin armar, que, a pesar de sus 2.000 años, sigue siendo la más grande del mundo. Me enamoré de Roma cuando la visité. Admiré el ingenio de Brunelleschi y su cúpula de Santa María del Fiore, construida con ladrillos colocados en espina de pez. Me fascinó el clasicismo renacentista de Bramante en el Tempietto de San Pietro in Montorio.
En Historia de la Arquitectura Moderna aprendí a pasearme por un edificio de la mano de Le Corbusier y su Promenade Architecturale. Descubrí a Wright y lo que considero su obra maestra: el Guggenheim de Nueva York, que parece tener 5 plantas, pero al recorrerlo te das cuenta de que solo hay un nivel, una rampa helicoidal. Aún recuerdo mi visita a la Capilla de Ronchamp, un ovni curvilíneo plantado en lo alto de una colina y que juega con la luz natural. Me sorprendió la pureza de la Casa Farnsworth de Mies van der Rohe, y me cautivo la arquitectura de Louis Kahn en la biblioteca de Exeter y en el Salk Institute. Podría seguir con Alvar Aalto, Auguste Perret, Marcel Breuer, Oscar Niemeyer, Philip Johnson… cada uno de ellos me enseñó a ver el mundo de otra manera.
Fue un año de descubrimientos que consolidó mi decisión. Mi mente viajó y se abrió a otros horizontes. Aprendí a observar todo lo que nos rodea de otra manera, con ojo de arquitecto: buscando el detalle, la proporción, el material, la textura, la luz, el color… Esa mirada llena de curiosidad se ha convertido en una parte indisociable de mi personalidad, un «superpoder» que me acompaña en cada paso desde entonces.
Poniendo punto final a este viaje en el tiempo que acabo de compartir contigo, me queda claro que, a pesar de los desafíos y obstáculos que conlleva la profesión, elegir arquitectura fue una decisión acertada. Aunque sé que en momentos de altibajos volveré a cuestionarlo. No solo me ha brindado herramientas para transformar espacios, sino también una forma única de entender el mundo y, quizás, incluso a las personas. Ese es, sin duda, un regalo no solo de la arquitectura, sino también de todos aquellos que me acompañaron en el camino y de quienes están a mi lado hoy en nuestro estudio.
Arquitecto coordinador de ejecución en el Estudio Ángel Asenjo y Asociados de Málaga.
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